En el salón de una pequeña casa en el campo una niña doblaba
calcetines. Tenía cinco años recién cumplidos, exactamente el día
anterior. Su madre la había mandado la tarea de doblar la ropa
interior de la familia, no era mucha, pero Alba detestaba hacer eso.
Terminó
en seguida, por lo que se sentó en el suelo de la habitación a
jugar con sus muñecas.
Después
de transcurrir alrededor de media hora, Alba tenía hambre, ya que se
acercaba el momento de la cena. Se asomó a la ventana, que daba a la
parte trasera de la casa, por donde su madre estaría recogiendo la
ropa, pero su madre no contestaba, y la niña no era lo
suficientemente alta como para poder ver si su madre se encontraba
allí. Le había advertido muchas veces que no debía salir cuando
empezaba a caer el sol, pero ella se armó de valor, se puso de
puntillas, y abrió la puerta.
Aún
se podía apreciar, por detrás de las altas montañas, un resquicio
de los rayos del sol, por lo que si su madre la regañaba por salir, la
diría que aún no era de noche. Con esta idea en la cabeza
Alba salió de su casa. Rodeó la pared por el lado derecho. Había un
poyete de piedra pegado a esta, y la niña se subió en él.
Llevaba un vestido de verano, y comenzaba a refrescar, pero Alba no
tenía la más mínima preocupación de caer enferma, lo único que
tenía era hambre.
Continuó
el recorrido por el poyete, alrededor de la casa, hasta llegar a la
pared trasera. Allí estaba el tendedero, la ropa en el cesto de
mimbre, pero no estaba mamá.
Alba
comenzó a llamarla, pero no obtuvo respuesta. Pensó que debía
volver a casa, por si su madre estaba allí y la regañaba por haber
salido, pero algo llamó su atención. Al lado derecho del cesto de
la ropa vio una pequeña culebra. Alba adoraba toda clase de ser
vivo, y no pudo resistir la tentación de acercarse para cogerla.
Pero la pequeña no tuvo cuidado, y la culebra se asustó y comenzó
a alejarse a gran velocidad. La niña no se lo pensó dos veces y la
siguió. Anduvo al rededor de tres minutos, detrás de su deseado
reptil, hasta que sin darse cuenta llegó al río. Acercarse al río
estaba terminantemente prohibido, por lo que la niña retrocedió dos
pasos, asustada. Buscó a la culebra por la orilla, pero no la vio,
debía volver a casa. Miró a la derecha, nada. Un último vistazo y
se iría, se prometió a si misma. Miró a la izquierda. La mirada de
la niña quedó petrificada. No podía ser. Mamá.
Su
madre yacía boca abajo en la orilla del río, con la cabeza dentro
del agua. Alba se quedó paralizada, no supo reaccionar. Dio dos
pasos hacia atrás, asustada. Era su madre, estaba allí, estaba
muerta, y Alba lo sabía. Sabía reconocer a la muerte cuando
llegaba, al igual que le llegó a Nieve, el perro de su vecina. Cayó
al suelo, y se llenó el vestido, las piernas y las manos de barro,
pero le dio igual. Se armó de valor y se acercó a su madre. Había
esperanzas, podía estar viva, podía pedir ayuda y salvar a su
madre.
-¿Mamá?-
Alba, con su vestido embarrado, con sus manos de niña pequeña que
aún no entiende nada, se arrodillo al lado de su madre y la habló
cerca del oído.-¿Mamá?- Esta vez el llanto se apoderó de ella.
Por mucho que su papá le hubiese enseñado que las niñas mayores no deben
llorar, no pudo reprimirlo.
Temió
tocarla, por si la manchaba de barro, y dudó varias veces, pero la
dio igual, su madre estaba muerta. La agarró del hombro y la comenzó
a zarandear, pretendiendo despertarla.
-¡Mamá!-
Comenzó a gritar, tampoco se lo tenían permitido, pero a la pequeña
la daba todo igual.- ¡MAMÁ!
Alba
se hizo un ovillo al lado de su madre, con los brazos en la cabeza, y
las rodillas en el pecho. No podía creer lo que estaba pasando. De
repente alguien la agarró fuerte del brazo, la zarandeó y la hizo
daño. Miró hacia arriba,con los ojos inundados en lágrimas, y lo que vio no fue lo que esperaba. Su padre estaba ahí,
pero no como siempre, tenía la cara desencajada. Alba se arrastró
hacia atrás, con manos y pies, se levantó y comenzó a correr.
Tenía miedo de todo, de la oscuridad, de su madre muerta, del río,
de su padre. Esa mirada con la que le había mirado la asustó, y no
quería recordarla, pero sus ojos la perseguían, le sentía detrás
de ella.
Alba
corría con todas sus fuerzas, como había hecho tantas veces en la
pradera con sus amigas, jugando. Pero ahora sabía perfectamente que
esto no era ningún juego.
De
repente vio un bosque, la noche era cerrada, pero no lo dudó ni un
solo instante. Entró.
Los
árboles eran altos, altísimos, había miles o millones quizás.
Estaban todos descolocados, menos los del camino por donde corría
Alba, los árboles estaban alineados formando una recta
interminable.
Alba
estaba fatigada, no veía nada, tenía los ojos empañados, que se
limpiaba de vez en cuando con sus sucias manos. No podía parar.
Escuchaba como su padre la llamaba a lo lejos, con una voz feroz y
amenazante que obligaba a la niña correr más deprisa. De repente
tropezó, se había hecho sangre, lo sabía, estaba notando como algo
caliente le recorría por la pierna, pero aún así se levantó y
siguió. Ahora oía el ruido de otras pisadas mucho más cercanas, el
ruido de unas zancadas enormes retumbando por todo el bosque.
La
pequeña corría y corría, sabiendo que tarde o temprano iba a
alcanzarla. La hilera de árboles era interminable. A lo lejos Alba
vio como los árboles no continuaban. Con la esperanza de encontrar a
alguna persona para salvarla al otro lado, corrió con todas sus
fuerzas. Y llegó.
Había
una
casa de madera. Dentro de ella todo estaba apagado, no había
ninguna luz, estaba deshabitada. Se paró delante de la puerta, no
podía apenas respirar. Abrió la puerta sigilosamente y entró.
Dentro había una mesa con dos sillas al rededor, a una de ellas le
faltaba una pata. Uno de los cristales de una ventana estaba roto, y la
madera de la otra ventana estaba descolgada. Dentro hacía frío. Al fondo
había una
chimenea. La pequeña se sentó en una esquina de la casa. Rodeó las
rodillas con sus brazos y se acurrucó con la cabeza escondida entre
ellos. Comenzó a llorar, desconsoladamente, su padre la iba a
encontrar. No quería verle, había odio en su mirada.
De
repente oyó pasos, los mismos pasos que había escuchado en el
bosque, los mismos pasos que la habían seguido, los mismos pasos del
hombre que ahora tenía odio en su mirada. Alba levantó la cabeza y
pudo ver como el pomo de la puerta se giraba poco a poco. Estaba
temblando, no de frío, sino de miedo. Un escalofrío la recorrió el
cuerpo, algo malo la iba a pasar si se quedaba allí, pero ella sabía
muy bien que ya no tenía ninguna escapatoria. Su padre había
entrado, se estaba acercando a la mesa.
-Alba-
la llamó enfadado, encolerizado. La niña tembló de nuevo.- Sé que
estas aquí estúpida.
Su
padre nunca la había insultado. La niña lloró, intentando no ser
descubierta. Cerró fuerte los ojos, sentía el peligro, deseaba con
todas sus fuerzas hacerse invisible. Y desapareció.