martes, 27 de septiembre de 2011

En el salón de una pequeña casa en el campo una niña doblaba calcetines. Tenía cinco años recién cumplidos, exactamente el día anterior. Su madre la había mandado la tarea de doblar la ropa interior de la familia, no era mucha, pero Alba detestaba hacer eso.
Terminó en seguida, por lo que se sentó en el suelo de la habitación a jugar con sus muñecas.
Después de transcurrir alrededor de media hora, Alba tenía hambre, ya que se acercaba el momento de la cena. Se asomó a la ventana, que daba a la parte trasera de la casa, por donde su madre estaría recogiendo la ropa, pero su madre no contestaba, y la niña no era lo suficientemente alta como para poder ver si su madre se encontraba allí. Le había advertido muchas veces que no debía salir cuando empezaba a caer el sol, pero ella se armó de valor, se puso de puntillas, y abrió la puerta.
Aún se podía apreciar, por detrás de las altas montañas, un resquicio de los rayos del sol, por lo que si su madre la regañaba por salir, la diría que aún no era de noche. Con esta idea en la cabeza Alba salió de su casa. Rodeó la pared por el lado derecho. Había un poyete de piedra pegado a esta, y la niña se subió en él. Llevaba un vestido de verano, y comenzaba a refrescar, pero Alba no tenía la más mínima preocupación de caer enferma, lo único que tenía era hambre.
Continuó el recorrido por el poyete, alrededor de la casa, hasta llegar a la pared trasera. Allí estaba el tendedero, la ropa en el cesto de mimbre, pero no estaba mamá.
Alba comenzó a llamarla, pero no obtuvo respuesta. Pensó que debía volver a casa, por si su madre estaba allí y la regañaba por haber salido, pero algo llamó su atención. Al lado derecho del cesto de la ropa vio una pequeña culebra. Alba adoraba toda clase de ser vivo, y no pudo resistir la tentación de acercarse para cogerla. Pero la pequeña no tuvo cuidado, y la culebra se asustó y comenzó a alejarse a gran velocidad. La niña no se lo pensó dos veces y la siguió. Anduvo al rededor de tres minutos, detrás de su deseado reptil, hasta que sin darse cuenta llegó al río. Acercarse al río estaba terminantemente prohibido, por lo que la niña retrocedió dos pasos, asustada. Buscó a la culebra por la orilla, pero no la vio, debía volver a casa. Miró a la derecha, nada. Un último vistazo y se iría, se prometió a si misma. Miró a la izquierda. La mirada de la niña quedó petrificada. No podía ser. Mamá.
Su madre yacía boca abajo en la orilla del río, con la cabeza dentro del agua. Alba se quedó paralizada, no supo reaccionar. Dio dos pasos hacia atrás, asustada. Era su madre, estaba allí, estaba muerta, y Alba lo sabía. Sabía reconocer a la muerte cuando llegaba, al igual que le llegó a Nieve, el perro de su vecina. Cayó al suelo, y se llenó el vestido, las piernas y las manos de barro, pero le dio igual. Se armó de valor y se acercó a su madre. Había esperanzas, podía estar viva, podía pedir ayuda y salvar a su madre.
-¿Mamá?- Alba, con su vestido embarrado, con sus manos de niña pequeña que aún no entiende nada, se arrodillo al lado de su madre y la habló cerca del oído.-¿Mamá?- Esta vez el llanto se apoderó de ella. Por mucho que su papá le hubiese enseñado que las niñas mayores no deben llorar, no pudo reprimirlo.
Temió tocarla, por si la manchaba de barro, y dudó varias veces, pero la dio igual, su madre estaba muerta. La agarró del hombro y la comenzó a zarandear, pretendiendo despertarla.
-¡Mamá!- Comenzó a gritar, tampoco se lo tenían permitido, pero a la pequeña la daba todo igual.- ¡MAMÁ!
Alba se hizo un ovillo al lado de su madre, con los brazos en la cabeza, y las rodillas en el pecho. No podía creer lo que estaba pasando. De repente alguien la agarró fuerte del brazo, la zarandeó y la hizo daño. Miró hacia arriba,con los ojos inundados en lágrimas, y lo que vio no fue lo que esperaba. Su padre estaba ahí, pero no como siempre, tenía la cara desencajada. Alba se arrastró hacia atrás, con manos y pies, se levantó y comenzó a correr. Tenía miedo de todo, de la oscuridad, de su madre muerta, del río, de su padre. Esa mirada con la que le había mirado la asustó, y no quería recordarla, pero sus ojos la perseguían, le sentía detrás de ella.
Alba corría con todas sus fuerzas, como había hecho tantas veces en la pradera con sus amigas, jugando. Pero ahora sabía perfectamente que esto no era ningún juego.
De repente vio un bosque, la noche era cerrada, pero no lo dudó ni un solo instante. Entró.
Los árboles eran altos, altísimos, había miles o millones quizás. Estaban todos descolocados, menos los del camino por donde corría Alba, los árboles estaban alineados formando una recta interminable.
Alba estaba fatigada, no veía nada, tenía los ojos empañados, que se limpiaba de vez en cuando con sus sucias manos. No podía parar. Escuchaba como su padre la llamaba a lo lejos, con una voz feroz y amenazante que obligaba a la niña correr más deprisa. De repente tropezó, se había hecho sangre, lo sabía, estaba notando como algo caliente le recorría por la pierna, pero aún así se levantó y siguió. Ahora oía el ruido de otras pisadas mucho más cercanas, el ruido de unas zancadas enormes retumbando por todo el bosque.
La pequeña corría y corría, sabiendo que tarde o temprano iba a alcanzarla. La hilera de árboles era interminable. A lo lejos Alba vio como los árboles no continuaban. Con la esperanza de encontrar a alguna persona para salvarla al otro lado, corrió con todas sus fuerzas. Y llegó.
Había una casa de madera. Dentro de ella todo estaba apagado, no había ninguna luz, estaba deshabitada. Se paró delante de la puerta, no podía apenas respirar. Abrió la puerta sigilosamente y entró. Dentro había una mesa con dos sillas al rededor, a una de ellas le faltaba una pata. Uno de los cristales de una ventana estaba roto, y la madera de la otra ventana estaba descolgada. Dentro hacía frío. Al fondo había una chimenea. La pequeña se sentó en una esquina de la casa. Rodeó las rodillas con sus brazos y se acurrucó con la cabeza escondida entre ellos. Comenzó a llorar, desconsoladamente, su padre la iba a encontrar. No quería verle, había odio en su mirada.
De repente oyó pasos, los mismos pasos que había escuchado en el bosque, los mismos pasos que la habían seguido, los mismos pasos del hombre que ahora tenía odio en su mirada. Alba levantó la cabeza y pudo ver como el pomo de la puerta se giraba poco a poco. Estaba temblando, no de frío, sino de miedo. Un escalofrío la recorrió el cuerpo, algo malo la iba a pasar si se quedaba allí, pero ella sabía muy bien que ya no tenía ninguna escapatoria. Su padre había entrado, se estaba acercando a la mesa.
-Alba- la llamó enfadado, encolerizado. La niña tembló de nuevo.- Sé que estas aquí estúpida.
Su padre nunca la había insultado. La niña lloró, intentando no ser descubierta. Cerró fuerte los ojos, sentía el peligro, deseaba con todas sus fuerzas hacerse invisible. Y desapareció.